En la política pop, repetir
machaconamente melodía y estribillo es eficaz al menos para que el público
tararee la tonada sin prestarle demasiada atención. Sin embargo: ¿en qué
preciso instante aquella imprescindible virtud de la austeridad en el gasto
público se trocó en vicio?
Si nada es gratis, las palabras tampoco
son neutras, y menos si forman parte de una construcción semántica que se
repite recursivamente, como las hileras de adoquines que se disponen para
construir un discurso bien cimentado y capaz de resistir a los estragos del
tiempo. Adoquines que se repiten, como si de un pegadizo ritornello o de la cúpula de un sindicato español se tratara, para
amurallar una llamada opinión pública quizás demasiado propensa al lisonjeo y
al halago. Así, expresiones como “genocidio financiero” o “austericidio”
funcionan como fórmulas fijas y encapsuladas, como los múltiples ardides de
Odiseo o el tremolante penacho de Héctor, domador de caballos.
Y, sin embargo, no es sensato, prudente
ni modesto el coste y despliegue de las infraestructuras en España, como no son
parcas las pensiones de los directivos de las Cajas de Ahorro, ni son menores
las oquedades que nos han legado gracias al trabajo de sus compañeros de partido en los
parlamentos y en las cumbres europeas , o los estipendios con que gratificamos
a profesionales de empresas públicas o vinculadas a lo público como el atareadísimo
marido de Cospedal. ¿Acaso fue austera la construcción del Palma Arena? ¿Es propio
de una sociedad austera prestarse –peor: presentarse- a organizar unos Juegos Olímpicos
en esta coyuntura? ¿Lo es tener más de 8.000 ayuntamientos a la par que sus
correspondientes diputaciones dentro de 17 estados a los que no les falta de
nada salvo dinero para pagar sus suntuarios cortejos? De todo es de todo: televisiones
públicas con deuda y sin audiencia, embajadas, pintorescas direcciones
generales, fastuosos gastos en coros y danzas. ¿Sigo...? Con el doble de
población que España y una economía que –en el acervo popular patrio- parece
que puede sufragar todos nuestros excesos, en la cruel Alemania se redujeron los
consistorios de 25.000 a 8.000, y cada kilómetro de autovía cuesta allí (orografía
descontada) un 25% de lo que cuesta aquí. Si bien es cierto que aún no está
probado que la zarpa de cierto tesorero célebre alcanzara a arañar el
territorio teutón. Y parece que aún así en todos los sitios cuecen frankfurts.
El despliegue de
fondos públicos en las últimas décadas, y también en el último lustro, no puede
considerarse grave, discreto o pacato. Y sin embargo, ¿ha redundado
proporcionalmente en una mejora de nuestra competitividad o de la justicia
social? ¿De dónde proviene la certeza tan arraigada en nuestros espíritus de
que el incremento del gasto público incrementa a su vez el bienestar de la
mayoría de los ciudadanos?
El caso es que
parece una creencia muy extendida que el tamaño del gasto público nos beneficia
a todos y cada uno. De hecho, el debate en lo que se conoce como esfera pública
se concentra en una supuesta dicotomía entre austeridad y crecimiento. Pues sí:
parece que el tamaño es lo único que importa, y por eso las comunidades
autónomas y el gobierno central pelean por conseguir mayores cuotas de déficit,
y aumentarlas se considera un logro. Un logro así, tal cual, aunque suponga
endeudarse más y, esto es importante, aunque suponga que los intereses de esa
deuda crezcan con más celeridad que el resto de magnitudes.
Por sí sola, la
austeridad no produce crecimiento, pero sí libera recursos para mejorar salarios
o crear empleos productivos, permite que aparezcan nuevos negocios o que se
concedan créditos a empresas y particulares en lugar de al Estado y, no menos
importante, contribuye a reducir partidas inútiles para así aumentar y/o
mantener las importantes. El despilfarro impide el crecimiento y pone los
incentivos y los recursos, tan añorados, en terreno yermo. Entenderlo está al
alcance de cualquiera. Pero aplicarlo requiere coraje para enfrentarse al establishment, y ésta es una virtud que,
en los días que corren, escasea todavía más que la austeridad.
Subir impuestos no
es ser austero, como tampoco lo es cercenar el futuro de una generación de investigadores,
docentes, fiscales, jueces, inspectores de hacienda o personal sanitario. No
renovar interinos que son necesarios no es ser austero, y si no hacían falta en
su día entonces no puede permanecer tampoco en nómina quien con frívola
liberalidad los contrató. Ser austero es reducir gasto político, lo que supone
no solo un adelgazamiento de la administración pública, sino que alcanza
también a las empresas eléctricas, los sindicatos, la patronal, las
concesionarias de servicios públicos o los colegios profesionales.
Y digámoslo
claro: aunque se hayan recortado partidas y personal, la crisis no nos ha
vuelto austeros. De hecho, desde 2008, España
está ejecutando una de las mayores políticas de estímulo fiscal habidas en la
historia mundial. No en vano, el
déficit viene rondando el 10% del PIB y constituye un 30% más de lo que
consigue ingresar el Estado, con el patético resultado en pérdidas de puestos
de trabajo que estamos viendo -y que una reforma laboral miope y que abunda en la dualidad no ha sabido
contener-.
Gráfico 1: Evolución de la deuda pública (Fuente: El País)
Y así, la deuda
pública ha aumentado en unos 30.000 euros por hogar en este último lustro. En
2013 se mantiene el ritmo de la espiral, de tal manera que en el primer
semestre la deuda ya alcanza los 943.702 millones.
Sorprende (esto
es retórica) que la gran mayoría de los opinadores profesionales así como gran
parte de los políticos estén de acuerdo en que España tiene un problema de
ingresos públicos y no de eficiencia del gasto. Por otra parte, para sustentar
la afirmación de que España gasta poco se acude a la comparación del gasto
público sobre PIB, sin atender a que la cifra del PIB está aún inflada por el
efecto de la burbuja inmobiliaria y que, además, se sustenta sobre unas rentas estimadas de autónomos y micropymes, las
cuales parecen también sufrir cierta hinchazón flatulenta a la vista del resto
de datos de actividad económica (como el consumo de electricidad, cerveza,
cemento o pan).
Es comprensible que
queramos llenar la botella de la actividad económica: es nuestra primera
obligación. Sin embargo, no parece que abrir a tontas y a locas el grifo del gasto
público vaya a conseguirlo.
Ocurre que la
práctica totalidad del gasto público lo sufragan y lo disfrutan los ciudadanos
nacionales –los que en este contexto suelen nombrarse como los contribuyentes.
Sin embargo, algún tipo de disonancia cognitiva o de halagüeño wishful thinking nos hace creer que el
nuevo gasto nos acarreará pingües beneficios a un coste menor. Tan irracional y
acendrado sesgo mental recuerda a la estadística que Taleb glosa en El Cisne Negro, según la cual el 84% de
los franceses piensa que su habilidad para hacer el amor los sitúa entre el 50% de los mejores amantes franceses.
Sospecho que no nos hacemos una idea muy
cabal de cómo copulan nuestros vecinos ni de cómo se pagan las facturas públicas.
De entrada, le comento que,
si gana usted más de 19.284 € al año, puede estar de enhorabuena: es rico o, al
menos, se encuentra entre la “privilegiada” mitad de la población que goza del
salario más elevado.
Gráfico 2: Distribución de los salarios (Fuente: INE)
Sin embargo, teniendo
en cuenta que la parte mollar de la recaudación del Estado se obtiene del IRPF
de los trabajadores así como de las cotizaciones sociales que las empresas
pagan junto a estos salarios, no parece que a corto plazo se puedan esperar
mejoras sustanciales en los ingresos nacionales.
Siempre está la
opción de subir más los impuestos a los ricos (a los ricos de verdad, quiero
decir). Se trata ésta de una propuesta muy aplaudida, pero ni hay tantos ricos
ni el aumento de su carga impositiva consigue recaudar más pese a la veta
pendiente de las SICAV (que retrasan permanentemente la liquidación de
beneficios, convirtiendo así una facilidad financiera en una ventaja fiscal).Una
de las más ingratas labores del economista aguafiestas es, precisamente, poner
al descubierto el carácter ficticio y mistificador de ciertas medidas
populares: y para no decepcionar a quien ya me tiene localizado en esa categoría
en la que estuvo mi admirado J.K. Galbraith, véase la comparativa internacional
en este gráfico:
Gráfico 3: Tipos impositivos y recaudación del IRPF (Fuente: El Mundo - Eurostat)
De modo que tenemos
varias opciones: o bien conseguimos que por algún sortilegio la botella del
crecimiento consiga colocarse bajo el chorro, o bien cerramos el grifo del
gasto público verdaderamente menos necesario, o bien su pensión, su IBI, la educación
de sus hijos, su sanidad o sus depósitos bancarios serán quienes corran con los
gastos del agua derramada. Qué partidas son necesarias y cuáles son prescindibles
–qué grifos se abren y cuáles se cierran- es una decisión política, no técnica.
(Publicado originalmente en Weakerties)
estupendo glosario de la falsa austeridad
ResponderEliminarGracias :o)
EliminarAl autor. En su opinión. ¿Cuál es el volumen gasto público (en % sobre el P.I.B) eficiente y deseable?
ResponderEliminarNo creo que exista un óptimo ni que pudiera ser estable en el tiempo y menos que lo pueda determinar un técnico o un político. El gasto a mi juicio debe ser el resultado de unos objetivos que se pretendan cubrir y no un fin en sí mismo
EliminarEntonces, perdone por la insistencia, según los objetivos que cree necesario cubrir. ¿Cuál es el nivel de gasto adecuado? ¿Tiene alguna estimación?
ResponderEliminarLo digo porque si los gastos no se vinculan a los ingresos, siempre se podría hablar de no austeridad, dado que su post parece mostrar que el indicador de la misma es la presencia de deficit.
Por otra parte, ya se que no me lo ha pedido y que puedo estar errado pero observo que:
1) Las diferencias de recaudación entre los países que atribuye a los distintos tipos de gravamen muestran en realidad las diferencias en la estructura funcional de la renta (mayor o menor peso de los salarios) en las diferentes economías y la lucha contra el fraude. Laffer no es solido.
2) Los presupuestos de base cero son altamente recomendables.
3) El cálculo del PIB utiliza metodología homóloga a la del resto de los países UE, por lo que al estar hinchados todos los indicadores el problema de su exactitud pierde importancia.
Gracias por leerme.Un saludo.
Uno de los objetivos del gasto público debe ser poder atender a los compromisos adquiridos. Probablemnete el nivel de gasto preburbuja entre 2003 y 2006 sea razonable aunque los intereses de los 5 años perdidos y la falta de contribución de la generación perdida nos hagan que incluso ese nivel sea dificil de sufragar.
EliminarNo creo que el gasto público deba ser procíclico pero tampoco puede estar en un universo paralelo.
Sobre las siguientes cuestiones:
1)La deducciones afectan a la recaudación y el hecho de tener empresas pigmeas o gigantes lastra las rentas salariales y empresariales y por tanto la recaudación.Los neokeynesianos y los anarcocapitalistas viven su fe y es dificil debatir con ellos. Creo que el mundo es más complejo.
2) No puedo estar más de acuerdo.
3) La metodología es la misma pero el peso en el PIB de empresas (minúsculas) y autónomos que no tiene una contabilidad adecuada en España es mayor. Se debe modernizar el tejido empresarial en lugar de mantener con alambres a viejas y podridas estructuras.
Mil gracias a ti por tus cuidadas e inteligentes correcciones, consideraciones y dudas. Enriqueces el post.
Saludos